Por: Pablo del Valle.

Cusco, quizás como algunas otras ciudades enteramente peculiares concentra cada cierto tiempo una variedad de personas impredecible, la mayoría de ellas de paso o de viaje, gente que viene de todas partes del mundo. Cuando llegó Eric al Cusco el café de Ada era pequeño, muy pequeño. Tenía una sola habitación y dos mesas. Habían periodos en los cuales no entraba al café un solo cliente, y creo que ese hecho (es decir, que el café era prácticamente un absurdo y una entera paradoja en la ciudad turística), además de la inmensa bondad de la personalidad de Ada, la dueña del café, hizo que pronto, una vez llegados Eric y su rubiecita hija Jeanne adoráramos ese café, lo quisiéramos como si fuera nuestro, que viéramos en sus paredes todo el encanto que la comercialización, los horribles deseos de ganar dinero a toda costa, le han ido quitando al mundo. Y bueno, se fue dando una concentración de gente inesperadamente divertida alrededor del café y la vida fue una fiesta durante varias semanas.

El café de Ada

El café de Ada – Huaynapata.

El café de Ada, el que existió hace unos años, hacia el 2002 y 2003, el pequeño de dos mesas, era el café más entrañable, más vivo, más loco, más cusqueño y más de puta madre que he conocido en mi vida, y creo que a estas alturas ya no habrá reemplazo ni experiencia que se le asemeje, porque no, Paloma ya no será tan niña como era en ese entonces con sus ojazos llenos de burla, ya no arrancará a hablar como entonces sin parar; Adita, que era una pequeña señorita seria y responsable (ahora es alta y espigada y universitaria), siempre ayudaba a su mamá y soltaba esas sonrisas tan naturales y me recordaba la timidez de mi propia infancia. Ellos, Paloma, Cris, Adita, eran los hijos de Ada y fueron ellos y su mamá los que tuvieron que aguantarnos todas nuestras borracheras felices. Porque eran felices.
Le debo al café de Ada dos viajes a Europa (a Eric, al café de Ada, a Eric, al café de Ada), viajes por Argentina, Colombia, Ecuador entrevistando escritores en los que muchos de mis amigos decían que era «el trabajo perfecto» (una editorial francesa me pagaba los viajes e iba de un país a otro como si el mundo fuera muy pero muy ligero), caminaba extraviado por Boulevard Sebastopol y me sentaba y pendulaba las piernas tranquilo a orillas del Sena, atravesaba un lago caminando mientras los robles rojizos y el cielo tenía un esplendor hermoso en el bosque de La Brenne, mientras una cámara filmaba y gritaban «Se tourne» para iniciar un nueva escena del rodaje, porque resulté, así de la nada, actor en una película francesa, y hasta el protagonista para concha, pero en realidad puedo decir con entera sinceridad que los ratos en el café de Ada son los inolvidables, y la memoria puede recobrarlos como quien encuentra un tesoro.
Claro, si he de recordar el café de Ada de entonces tengo que referirme a la propia Ada, a Eric Vuillard mi amigo francés, a su hija Jeanne, a los muchos personajes que daban vueltas alrededor del café, y también a Nieves, una andaluza de Marbella de ojos enloquecedoramente verdes como los de un felino, a la que suelen ocurrirle tantas cosas que uno no puede creer que sea así, que debe ser una broma pero no lo es, nunca es una broma. El día que volví al café y encontré a Eric se hallaba discutiendo con un par de francesas y también departía con «la boliviana». Ada le había hablado de su amigo Pablo «que había leído todo», y la verdad es que en ese momento de mi llegada sentí que todo era atractivo: las francesas, que una era morena y la otra rubia, ambas guapas, y que luego pasaron a llamarse «las francesas junior», con quienes solíamos discutir; «la boliviana», que era una francesa de Nantes (le llamamos «boliviana» porque se fue a Bolivia para hacer montañismo con unos alpinistas franceses, pero se aburrió tanto que volvió casi inmediatamente a seguir emborrachándose con nosotros)… atractiva también era la conversación que borboteaba de temas y saltaba con la demente ligereza que a mi me suele embargar de placer cuando hablo de literatura, cine y esas cosas. Era muy dulce «la boliviana», que casi desde el primer momento sintonizó con nosotros, y que siempre terminaba dándonos la razón entre risas, creo que teníamos la razón a punta de simpatía aunque jamás la tuviéramos de forma fidedigna. En ese mismo rato ya Eric estaba hablando mal de Houellebecq, yo nunca había escuchado de ese escritor pero le daba la razón a mi nuevo amigo, me caía mal Houellebecq porque era obvio que las antipatías a veces surgen de la nada como en este caso, y cuando las chicas dijeron que se habían aburrido con Rulfo yo les dije que qué culpa podía tener el pobre Juan Rulfo, y ya había un tácito entendimiento con «mi colega francés». Hubo una serie de casualidades porque justo por esos días yo estaba leyendo «Ecce Homo» de Nietzsche (también Eric), y Molloy de Samuel Beckett (también Eric) y en realidad creo que las coincidencias no fueron de índole intelectual aunque lo parezca, sino que las bromas fueron tomando desde el primer momento un matiz absurdo y feliz, muy crueles las bromas que aparecían como por ensalmo pero completamente irradiantes.
Cabe recordar a algunas de las presencias que matizaban la experiencia del Café de Ada por esos días. Estaba por ejemplo, «el sanpedrista». Es muy común que muchas personas del mundo, atraídos por la aureola mística del pasado incaico o qué diablos, consideren la llegada al Cusco como momento clave para una serie de experiencias iniciáticas con el San Pedro o con el ayahuasca. «El sanpedrista» era un catalán que andaba buscando experiencias chamánicas con el San Pedro, obviamente. Ni recuerdo su nombre. Alguna vez me dijeron que el turismo místico representaba un porcentaje significativo entre las formas de turismo por las que procedían los visitantes extranjeros, pero la verdad, creo que la cosa suele ser más compleja, y muchos de los amigos, pueden adosar estas experiencias chamánicas a una cotidianeidad más abierta, de modo que se puede ejercer de forma muy responsable las tareas serias y dedicadas a lo largo de la semana, del todo o absolutamente realistas como las relacionadas con la abogacía o la ingeniería, y luego, el fin de semana pasar a una toma de ayahuasca que abre ciertos linderos internos, y puede dar pie a alumbrar el sentido general de nuestros actos, que incluye esa cotidianeidad profesional a menudo, sumamente tediosa. Sin embargo, el misticismo de algunos de los visitantes de Cusco puede volverse latoso, porque denota una excesiva ingenuidad o un afán de credulidad que colinda con una estupidez mística deplorable, y no han faltado las veces que a estos adictos a un conocimiento profundo y misterioso de los secretos de los Apus, la Pachamama y las fuerzas remotas de la naturaleza (que en muchos casos no es sino una forma nada extravagante ya del snobismo gringo o europeo), he tenido que decirles de manera directa que prefiero la religión del Vaticano, el Papa y el Opus Dei…o que una viejita rezando en quechua a las 7 de la mañana en la iglesia de Santa Clara me parece más espiritual que toda la gente que va al Templo de la Luna para dar la talla con las cosas esas místicas pero que en realidad a menudo sólo quisieran manosear una y mil veces las tetas grandes y bamboleantes de las bellas e impresionables y místicas turistas. Bueno, pero ha sido larga la digresión para presentar al «sanpedrista», que en realidad sólo lo vimos por una noche, y que por una intolerancia natural producto de los efluvios del alcohol, resultó recibiendo una sonora palmada en el culo en premio de sus opiniones tan atinadas. Creo que una de las primeras cosas que dijo «el sanpedrista» (como digo un catalán, medio viejo ya y flaco) es que los españoles habían traído la homosexualidad al Perú, una cosa desdeñable que había viciado las tan sabias y grandiosas culturas nativas y precolombinas en el Perú, y eso hizo que nos diera la tremenda alegría de poder contradecirlo doctamente. Entonces le dije: «-Según señala el doctor Hermilio Valdizán en su libro «Paleopsiquiatría del Perú antiguo, en las localidades prehispánicas de Chilca y Cañete (Chilca, sí, donde aterrizan los OVNIS aún en la actualidad), se daba un fenómeno social que no es excepcional porque ha sido registrado en varias culturas en el mundo, y es que habiendo una tendencia genética en estas poblaciones por las cuales nacían mayoritariamente hombres, se practicaban matrimonios o alianzas en los que los hombres solían hacer el rol social de mujeres y esposas… El «sanpedrista» me miró fijamente, Eric hizo un gesto con la mano y yo lo imité casi exactamente porque el gesto me había parecido divertido, y luego «la boliviana» también hizo el mismo gesto, con la cara radiante de contento, y el sanpedrista entonces nos acusó de monos, » no puedo dialogar con monos», motivo más que suficiente para empezar a gruñir y hacer todo tipo de movimientos propios de un mono, la palma de la mano sobre la cabeza, y enseñar las encías, mientras nos servíamos más cerveza y se soltaba el CD de Clandestino de Manu Chao, que por ese entonces era el único disco con que contaba el local, y que por lo demás, pronto sentimos que no necesitábamos otro.
Luego, comenzó a venir al café un tipo alto y blanco, y con los ojos celestes gélidos y claros, de una gran frente y ya clara y aparente calvicie, al que yo pronto comencé a ver como un antiguo nazi de la Gestapo. Tenía toda la pinta. Venía diariamente al desayuno con una niña, evidentemente cusqueña o peruana, que estaba entre los 10 y 13 años, y era cosa de verlos cuando se hallaban sentados. La niña era exigente, verdaderamente exigente. No pasaban ni cinco minutos y la niña ya le estaba diciendo al tipo de la Gestapo: -Te dije que me pasaras la mermelada, qué haces que no me pasas la mermelada. Y el hombre de la Gestapo le obedecía prestamente. En realidad, la intimidad del diálogo y la actitud misma del hombre comenzaron a ganar todas nuestras sospechas de encontrarnos frente a una relación que estaba completamente fuera de cualquier vínculo filial, y casi se volvía perturbador, y nos callábamos si el hombre de la Gestapo y la niña se sentaban cerca. El hombre de la Gestapo le contó su historia a Ada pero eso hizo que le creyéramos aún menos, qué necesidad había de darle tantos detalles. Dijo por ejemplo que era suizo, que había tenido tierras en Limatambo o en una parte cercana a Cusco, y que en esas tierras en los tiempos del terrorismo había sido asaltado y perpetuamente amenazado de muerte (contó muchas cosas del asalto de Sendero, pero como es obvio, se parecía tanto a tantas historias de asaltos de Sendero que se escuchan en la sierra, que no probaba nada…), y luego, era de verlos salir del café una vez habían terminado el desayuno. La niña se montaba a sus espaldas como en caballito y subían la cuesta de Arco Iris rumbo a Sacsayhuamán. ¿Debimos denunciarlo? Quizás, pero el asunto es que pronto se mandaron mudar y yo los vi meses después, de igual forma, la niña montada como en caballito caminando sobre el hombre de la Gestapo por el barrio de La Florida.
Sin embargo, una de las noches que pasamos en el café revela la magia que creíamos sentir en él por esos días. Quizás ya de las líneas anteriores se haya podido desprender una particularidad de esta ciudad: que a diferencia de Lima, que en realidad es una gran urbe moderna con cinturones de pobreza gigantescos, la ciudad del Cusco, si bien tiene un rasgo cosmopolita, también convive con una vigorosa idiosincracia tradicional, es decir, casi pega un salto de lo cosmopolita a lo tradicional sin solución de continuidad hasta el atravesar sus calles, sin que haya en la experiencia muchas veces, digamos, un estado intermedio en el que se hayan consolidado formas demasiado mixtas de relaciones económicas y sociales. Fuera de la plaza y el Centro Histórico (y como veremos, ni aún en el Centro Histórico), que es donde los turistas están asentados y abundan, se da la lógica natural de una ciudad mediana en el Perú, una de sus ciudades intermedias (de unos 500,000 habitantes), que se beneficia muy parcialmente del turismo a través de los pequeños negocios y los pequeños hostales (las grandes cadenas hoteleras, las principales agencias de viajes, muchos de los bares y locales que tienen mayor concurrencia pertenecen a a limeños o a extranjeros y no cuentan gran cosa en la estructuración de las redes de familias cusqueñas), y este tipo de idiosincracia tradicional se ve reflejada en la de las actuaciones de los colegios, en los eternos desfiles dominicales, o en la importancia de los maestros en las provincias del Cusco, los discursos chauvinistas en torno al pasado incaico, además de la vastedad de los cargos y los rituales de las festividades religiosas, que es lo que conforma más habitualmente la dinámica de la ciudad. Toda la gama de relaciones de prestigio en torno a la profesionalización de los grupos dirigentes, el que haya quienes se sienten encantados que los llamen «doctor» o «ingeniero», y también la importancia clave de la familia y de las redes familiares y de compadrazgo. Es en este último sentido que el café de Ada, y no en los sentidos anteriores, que siempre ha respirado un ambiente familiar que es imposible no resentir con agrado, y como si paulatinamente, uno se integrara a una tácita familia de amigos. Los niños y chiquillos no forman parte del entorno, sino son la sustancia misma del café. Todos los amigos hemos sido orgullosos mozos en el café, hasta la actualidad que ahora el café se ha desplegado y es mucho más grande gracias a la iniciativa de Nick, el suizo de la familia que hizo realidad lo que todos siempre esperábamos, que el pequeño café se ampliara…
Bien, una noche en realidad los protagonistas fueron los niños. Jeanne, la hija de Eric que en ese entonces tenía 11 años, andaba tan desenfrenada que salía a las calles portando unos anteojos oscuros, moviendo los brazos y dando toda la apariencia de una estrella de cine descuidada por el mainstream, y saludaba a todos los turistas que pasaban por calle Huaynapata diciendo «Elou» (que era su manera un tanto francesa de decir Hello), «je suis americaine aujourdh’ui», y todos los que pasaban sonreían desconcertados. Esa noche Jeanne había reunido en una mesa a Chris, Adita, Paloma, y les había asignado nombres provenientes de su vida personal: Paloma era Hélene Achourie (que era el nombre de su abuela alcaldesa de Aix-en-Provence, près de Marseille), Adita era Adeline Placcard… y bueno, alrededor de la mesa habían decidido jugar el juego de la seriedad. Era muy bonito verlos, nadie podía mostrarse sino serio ante los demás, y el primero que sonreía, perdía. Generalmente en este juego no pasan ni dos minutos y todos ya están desesperados aguantando la risa, así que todos iban presentando el intercambio de miradas, la tensión, la risa que ya se venía, luego un nuevo repunte de la seriedad, todos con los ojos muy concentrados, hasta que bueno, no les quedaba otra que reírse hasta morir, que esto es lo que genera la seriedad forzada. Pero esa seriedad había inspirado a Jeanne y había dicho mostrando una criticidad precoz a toda prueba, eran como los políticos y debían jugar a tomar medidas para arreglar las cosas, que ya todos sabemos que las cosas van de mal en peor y el mundo se hunde en un apocalipsis inevitable. Así que las cosas llegaron a ese nivel y casi como Cris era el único chibolo (las demás en el juego eran chibolitas), se sintió en la obligación de plantear algo, e iluminado él dijo que para mejorar el mundo había que ponerle un impuesto a la Coca Cola. Me pregunto si todos no pensamos lo mismo que Cris, que ponerles inmensos impuestos a los grandes consorcios harían mucho por mejorar la condición del mundo, y por esos días del 2002 todavía no había empezado la guerra en Irak (que dio inicio en marzo del 2003), y no era tan común que se planteara el boicot a la Coca Cola como ocurrió entonces. Sin embargo, esta idea de Cris alimentó luego las historias que contábamos acerca de «la boliviana», que nos había abandonado por unos montañistas franceses. Casi por naturaleza los grupos humanos tienden a los juegos de palabras, y cuando trajeron CDs de salsa pronto pusimos esa canción de Willie Colón «Gitana», cuya letra alteramos en favor de algún tipo de alegría. Decíamos «sin serbesarte yo te serbeso», jugando con las palabras ser, beso y cerveza, que era una forma de seguir la letra de «sin quererte yo te quiero, sin amarte yo te amo». Del mismo modo, mi afición por un libro de cartas de María Bamberg de Brunswick, que escribe sobre la vida de la Patagonia a inicios del siglo XX hizo que me inclinara a pensar que «la boliviana» (que se llamaba Karine Grelier según su pasaporte) moriría en la Pata-agonía, habiendo sido atacada por unos cuyes asesinos y detectives además de lacanianos que la habrían perseguido hasta ahí, desde las chullpas de Sillustani donde la habían encontrado hasta la Patagonia, a orillas del lago Ghia, y cuando la asesinaban tarareaban la canción del Doctor Zhivago estos cuyes nerviosos, y las últimas palabras de «la boliviana» antes de morir claro está, habían sido «impuesto a la Coca Cola». Cuyes hambrientos porque sobre las pampas argentinas ya no tendrían qué comer, habida cuenta que su manjar preferido eran las cámaras fotográficas de los turistas. Amores perros, amores alpacas, amores vizcachas, amores cóndores, amores cuyes. En fin, no cuento mayores disparates porque o sino me terminan insultando como otras veces.
Pero así era el café, muy emocionante por esos días, donde lo más natural del mundo era sonreír.