Aquel lunes, el Taytacha había regresado muy cansado luego de ese lento y zigzagueante recorrido. Durante casi 5 horas vio rostros llorosos, compungidos, suplicantes, hieráticos, solemnes, aterrados, fingidos y los menos eran los rostros esperanzados.

Todos con un extenso pedido escondido debajo de la lengua. Todos exigiendo. Ninguno supo decir ¡Basta! Suficiente con lo que tengo. Por hoy no necesito más de tu infinita bondad. Ninguno levantó el rostro, para decir: Gracias Dios por la poca o abundante salud que tengo o por el modesto trabajo que me da sustento o por el amor de mi mujer, el de mis hijas o el cariño de mis amigos.

Su recorrido había sido problemático aquel año. Lo sacaron en medio de una llovizna, luego soleo, después hizo un viento gélido; pero ese año no lo cansó tanto el trayecto desnivelado, de mal-empedrados de adoquines y gigantescas alfombras florales que reflejan sólo la vanidad de alguna institución pública.

Delante de él iba un personaje vestido de estricto traje religioso, al que todos llamaban monseñor. Iba repartiendo bendiciones y a cambio acopiaba toneladas de saludos. Al verlo lo recordó en seguida, era su representante; de niño había sido bueno, provenía de una de las mejores familias del Cusco, luego se educó en el extranjero y por esas huachaferías que todos tenemos, adoptó cierto acento español que demostraba su delicadeza, su afectación europea que a algunos de sus acólitos les resultaba tan cursi al oído.

Este buen hombre había recibido una gran tarea, evangelizar a su pueblo, dar esperanzas al abatido, hacerle saber que existe una vida diferente a esta, ser ejemplo de honestidad, administrar mejor los dineros de los curas honrados que se mueren de viejecitos sin un centavo en el bolsillo y teniendo por toda fortuna un hueco en el cementerio.

Todos esas tareas le había dado: “Anda ve y en nombre mío ayuda a la gente, se útil, habla con todos. ¡Ah! y no te olvides sobre todo de mis pobres campesinos, de los pobres más pobres, de aquellos que sólo descubren la felicidad cuando están dormidos.

Pero, el buen pastor había olvidado esto y en lugar de hablar con todos, hablaba con los más potentados; después se acomodó en una secta y desde allí desarrollaba su labor confundiendo la fe en Dios con la fe en los dólares de los ricos.

Al principio la idea era buena, pero después de tanto juntarse con sus socios empresarios, ahora su mayor preocupación era vender o alquilar los inmuebles de la Iglesia.

También estaba molesto con sus curas y monjas, que de haber sido pastores de rebaños humildes, ahora se habían convertido en hacendados de robustas manadas donde administraban los colegios más lujosos y, en los cuales casi siempre, se privilegiaba la riqueza.

El Dios moreno estaba harto de sus periodistas, a quienes les dio el don de la elocuencia y habían convertido este don en un instrumento para enriquecerse y justificar lo injustificable.

Estaba aquel día el Señor de los Temblores, extrañamente cansado de todos los jueces y abogados, a quienes les dio la capacidad de analizar y argumentar las leyes con sabia lógica, a fin de ayudar al justo y sancionar al pecador; pero al final seducidos por la magia de los billetes hacían tal revoltijo de cosas, que el justo era condenado y el pecador era declarado inocente.

El Taytacha estaba divinamente cansado; su rostro inalterable por casi cinco siglos parecía harto, fastidiado, incómodo. Recordaba que durante la bendición que obligadamente da a todos, una gran parte de la muchedumbre ya no se arrodillaba.

Pensó por un momento y se dijo: “Que tal si al próximo año no salgo”. ¿Realmente merecían su bendición? Recordó que hace una década y media, sin ninguna compasión le robaron su corona de oro y sus joyas que fueron donadas por gente honrada. Desaparecieron sus maravillosos cuadros, donde sus discípulos artistas le habían pintado, ni hablar de los copones de plata y del cáliz de oro, de las diademas, los incensarios de blanco metal… No contentos con eso, fueron sacando pedazo a pedazo las planchas de los altares contiguos.

El Cristo cholo, por fin se dio cuenta que su procesión era un show religioso, en nada comparable a la fe que demostraron los cusqueños del siglo XVII cuando se produjo el primer terremoto histórico. Ahora era un espectáculo más, una ocasión para vender anticuchos, hacer fariceas transmisiones televisivas y comer pollos dorados.

Pensó para sus adentros: “Quizás ya sea el momento para enviarles otro mensaje como el de 1950”; pero vio el llanto de las viejecitas, los alaridos de niños meciéndose sobre la espalda de sus madres, vio a los hombres desesperados por la falta de empleo y movió la cabeza. Un sueño inmensamente divino lo embargó…

Autor: Mario Carrión